La felicidad como meta es un extrañeza en el mundo de la política democrática, si bien es cierto que Bolívar uso ese término no deja de ser paradójico que un gobierno prometa «la máxima suma de felicidad posible».
En principio, la felicidad es difícil de definir, para algunos puede ser conseguir dinero (preferiblemente en dólares), para otros puede ser mantener a la familia unida (con exclusión de las suegras), otros podrían definirla como la posibilidad de no esforzarse mucho y otros dirían que es mantenerse en constante actividad y, si tal diversidad de criterio existe, un gobierno que prometa la felicidad muy probablemente nos está proponiendo «su forma» de entender la felicidad. Tanto es así que sería perfectamente entendible que ese gobierno de la felicidad nos obligue a ser felices cuando nuestra «particular» forma de ser feliz no coincida con la «oficial» forma de ser feliz.
No es un intrascendente juego de palabras. Desde hace rato en Venezuela, particularmente desde 1999, se inauguró en el país la pretensión de construir un Gerechte Staat (Estado Justo) en contraposición al Rechtsstaat (Estado de Derecho) fundamentándose el cambio constitucional de inspiración nacionalsocialista, específicamente del jurista alemán Carl Schmitt, en la idea utópica de un gobierno que sea capaz de proveer todo a todos. Desde aquel tiempo «fundacional» de nuestra felicidad, ha pasado mucho, entre uno de los tantos capítulos memorables de saltos cuánticos de felicidad desbordada se encuentra la «Ley de Precios Justos» y la «Ley de los Consejos Comunales», en ambos casos se nota el profundo interés de sustituir, por una parte, la ley de oferta y demanda, por precios llenos de bondad (pero vacíos de realidad) y, por otra, sustituir al individuo por la comunidad. Todo para hacer posible la «felicidad social» aunque signifique infelicidad personal.
Hoy en día establecer una empresa es un delito y solicitar ante un organismo público la solución de un problema es casi imposible si no tienes el sello del Consejo Comunal o te haces acompañar del «Jefe de Calle» de la UBCH. ¡Uff! notoria fuente de felicidad. La discrecionalidad de los funcionarios públicos es, por mucho, la única fuente de negocio prospero en la actualidad y cada trámite demuestra que el ciudadano está a merced del señor o señora que tiene frente a él en representación del Estado. Se me dirá, «estás generalizando, hay mucha gente digna en la administración pública» y yo diré «claro, se nota mucho».
Pareciera solo un asunto propagandístico, pero no lo es. Para quienes se encuentran hoy ejerciendo un poder absoluto, arbitrario y usurpado, la felicidad tiene límites muy claros: se es feliz recibiendo cajas CLAP quincenalmente (cuestión que aún no ocurre en la mayoría de los casos), recibiendo los bonos del «Carnet de la Patria» (cuyos montos irrisorios son comparables a los pulverizados salarios) y si hay alguna «incomodidad» en el presente suponerlas responsabilidad del Imperio y su futura resolución estará en las hábiles manos de Nicolás Maduro (Conductor de Victorias, Presidente Obrero, Comandante en Jefe y Madre de Dragones).
Ningún gobierno, ni el actual ni el futuro, debe tener como meta ofrecer la felicidad. Ser feliz o buscar la felicidad es un asunto exclusivamente personal. El Estado bien puede proveer un servicio público de salud eficiente, un sistema educativo competente, un régimen fiscal transparente y progresivo, seguridad personal ajustada a estándares internacionales, inversión en equipamiento urbano, un sistema judicial con celeridad e imparcialidad, una política macroeconómica que brinde confianza a nuestra moneda y rescate el poder de compra del salario.
Pero la felicidad es asunto de cada uno.
Lo dice muy bien Friedrich Hayek en su clásico «Camino a la Servidumbre» al afirmar que «Cuando al hacer una ley se han previsto sus efectos particulares, aquélla deja de ser un simple instrumento para uso de las gentes y se transforma en un instrumento del legislador sobre el pueblo y para sus propios fines.
El Estado deja de ser una pieza del mecanismo utilitario proyectado para ayudar a los individuos al pleno desarrollo de su personalidad individual y se convierte en una institución «moral»; donde «moral» no se usa en contraposición a inmoral, sino para caracterizar a una institución que impone a sus miembros sus propias opiniones sobre todas las cuestiones morales, sean morales o grandemente inmorales estas opiniones».
Por: Julio Castellanos / jcclozada@gmail.com / @rockypolitica